Madelon Sarietan, gazteen irabazlea: “El Santuario de los objetos encontrados”

Oscar Catena jaendar gazteak lortu zuen Madelon Sarietan gazteen saileko lehen postua, “El Santuario de los objetos encontrados” lanarekin. Hemen duzue, gozatu!

Los rayos de sol, perezosos, van inundando la habitación a través de las rendijas de la persiana. Proyectan pequeñas sombras en la pared; el gotelé. El dichoso gotelé. ¿Cuánto tiempo hace que lo ibas a quitar para poner papel estampado? Un color tierra, un beis bonito, neutro, que quedara de revista con los muebles restaurados.

Es domingo, 21 de Octubre. O eso dicen en la radio. Te duele la cabeza. Ay, si es que ya no está una para estos trotes, es lo que pasa por no aceptar el papel al que te ha relegado la edad. Tú te crees joven, con fuerzas para salir y pasártelo bien, bailar. Pero luego claro, los huesos se quejan de que no los tratas bien.

Hoy no vas a hacer nada. Pero nada de nada. Piensas pasarte la mañana entera ahí tirada, envuelta en el edredón, la cabeza reposando sobre la almohada. Los pies helados, sin calcetines. Despeinada. Hoy es tu día. Sólo quisieras a alguien que bajara a la churrería y te subiera algo para desayunar: un vaso de plástico con chocolate caliente.

Repasas los acontecimientos pasados. Cómo saliste montada en tus tacones de charol y volviste con ellos en las manos y barro incrustado en las uñas. Cómo llevabas los ojos ahumados, perfectos, y volviste con restregones negros. Cómo te marchaste con perfectos tirabuzones de pelo rubio teñido y volviste con una maraña de nudos.

Y cómo saliste por la puerta sola y volviste acompañada. Un hombre que seseaba, de algún pueblo de Córdoba, supones. Soy cordobés, dijo cuando se presentó en la cola del baño portátil. Pues yo soy de aquí pero tengo mucho arte, dijo el ron. Risas, emitiste tú. ¿Entras conmigo?, sugirió algo. Las carcajadas os unieron en un abrazo.

Ya por el pasillo os tambaleasteis de tabique a tabique. Cuidado con los cuadros, que los hizo mamá, dijiste a gritos. Shhhhhh. La verdad es que es raro que te acuerdes de todo esto. Sí, siempre tuviste buena memoria, pero ¿ni siquiera el alcohol ha podido con ella? Con lo que sí ha podido es con el aire fresco: el gotelé rezuma alcoholemia, decadencia.

¿Cuándo se habrá ido?, te preguntas, ¿tan poco le habrá gustado que se ha ido sin ni siquiera despedirse? ¿Será uno de esos que se liga a las chicas como yo para dejarle los cajones limpios? ¿Habrá desayunado? Joder, ¿es que no podía esperarse para traerme, por lo menos, unos churros? Echas de menos a los caballeros gays de la vieja escuela.

Aún no lo sabes, pero se ha ido hace apenas media hora, dedicará sus últimas palabras a explicarte que no huía, que tampoco era un ladrón, que sólo se moría de hambre y bajó a por algo para comer. No quería aprovecharme de tu nevera, bastante es que gasté mi leche anoche, entendería cualquiera entre líneas.

Ahora que lo piensas, la verdad es que es una suerte que no le molestara la tuya, la leche, digo. No todos se lo toman tan bien. Gritan, insultan, cuando no empujan. Quita travesti, joder lo que escondías. Vete, vete antes de que llame a la policía, les dices escondiendo la humedad de los ojos. Esas cosas te destruyen como mujer.

Porque ahí abajo tendré todo lo que tú quieras, pero a femenina no me gana nadie. Y llevas razón, si no fuera por las manos, aquí nadie (excepto los afortunados) se enteraba de nada. Y en invierno, con guantes, levantas miradas y de todo por la calle. Una diosa, una diva que derrocha perfume barato, pues no está la economía para excesos ni lujos.

Y así va transcurriendo el domingo, para ser exactos, los cinco minutos que llevas despierta. Y parece que nadie va a hacerte salir de debajo del edredón, cuando, huyendo de la luz, giras la cabeza hacia la izquierda. Gruñes y dejas caer todo tu cuerpo hasta que te encuentras con la barriga sobre la sábana bajera estampada.

Joder, ¡no puede ser! Ese maldito hijo de puta se ha dejado su puto olor en mi almohada, y en las sábanas, y, ¡JODER!, en el puto edredón. Cabrón hijo de puta, le di permiso para que me la metiera por detrás y no para meter su ¿desodorante?, ¿colonia?, ¿sudor?, ¿semen?, ¿aliento? en mi cama. A éste lo encuentro yo.

Y, así, un odio maniaco que emerge de lo más profundo de ti, consigue sacarte de la cama. Apagas la radio, le das al play en el móvil: el rock rebota en el mismo gotelé que rezuma alcoholemia y decadencia. Si se enteran los vecinos que se jodan, tengo a un rubio cordobés por encontrar y matar y esta rabia no puede desaparecer en un pispás.

Te arreglas. Cualquiera dirías que vas a volver a salir a bailar en lugar de a matar. Pero tú eres así: aunque pobre, te gusta ir siempre bien puesta, como que el estilo no tiene nada que ver con los dineros. ¿Es o no es?, le espetas a tu cara a medio maquillar reflejada en el espejo. La raya de este ojo, que meto el cuchillo en el bolso y me voy.

Ay, que no se te olvide. Trasteas en el cajón del lavabo, remueves las cremas, el maquillaje y las horquillas. ¿Dónde cojones se habrá metido esta mierda? Siempre en medio menos cuando lo necesitas. Mira, uno. Aunque tiene la tapa roja lo coges, pues llevas prisa. Ya le buscarás una tapa azul.

Al entrar de nuevo en la habitación, la peste, una mezcla de alcohol y cordobés rubio, te echa para atrás. Es como una bofetada. Muy desagradable. Tengo que matarlo, tengo que matar a este hijo de la gran puta que se cree estar en su casa cuando va de visita. Bueno, chica, las cosas como son, que sólo de visita…

Desenroscas la tapa roja mientras aguantas la respiración. De un momento a otro la echo, es que la echo. Otra vez. Con el bote en la mano mueves el brazo de un lado para otro, lo acercas a la cama, lo metes debajo de las sábanas, lo paseas rozando el edredón. Hala, ya está. Lo cierras y te encaminas al santuario.

De camino, una miradita de reojo al espejo del final del pasillo. Qué bien me queda el pelo así, qué divina. Soy irresistible, si ya me lo dijo el que se dejó su sombra detrás de la puerta del cuarto de baño. Irresistible, en inglés. Irlandés que era el muchacho.

En la habitación más pequeña, la última a la derecha, huele a incienso. Hay tan poca luz, que el beis de las paredes parece marrón. Si no se acaricia el gotelé con la mano no se da cuenta uno de que está ahí. En la pared el fondo, un tocador lleno de frascos: la tapa de unos es roja, la tapa de otros azul.

Con repugnancia echas un ligero vistazo a los gemelos de Ramón, el calcetín del catalán, el cinturón de John, el móvil de Françoise. Todos con tapa roja. Con repugnancia lees los letreros escritos a mano: risa de Filipo, aura de Darío, sombra de Ron. Todos con tapa azul. Junto a ellos depositas el nuevo: olor del cordobés.

Del primer cajón sacas la Polaroid, la que está rodeada de instantáneas de hombres olvidadizos. Del segundo el cuchillo, el que limpias con amoniaco después de cada objeto encontrado. Lo metes todo en el bolso. Así aprenderá a no molestar a lo demás con sus olvidos, sonríes y dices.

Terminas de ponerte el abrigo frente al espejo del pasillo. Ya hace fresco, además los asesinatos te ponen nerviosa, y los nervios dan ganas de cagar y escalofríos. Este abrigo me queda divino, piensas, y me hace una espalda fina, fina; lástima que no sea más largo. Te pones de lado y palpas decepcionada.

Más que cortarle la cabeza a esos cabrones tendría yo que cortarme otra cosa. A ver si te animas ya, mujer, que ya va siendo hora. Cualquier día de estos, piensas, cuando me reponga del último susto en el quirófano. Y mientras coges las llaves empiezas a pensar en lo que harás después, no lo piensas mucho, la verdad, pues siempre has improvisado bien.

Probablemente harás como con el último: dejarlo en cualquier montón de basura entre las lujosas chabolas de la zona norte, las de los narcotraficantes. Total, allí la policía no pisa, y los que allí viven ya están acostumbrados a la peste. Joder, qué ganas, piensas, de arrancarle la nariz de un mordisco. Pestoso olvidadizo de mierda.

Antes de dar el portazo, compruebas que el cuchillo está en su sitio. ¿Qué víctima será ésta? No sé, hace tanto desde aquel Raúl al que mataste por no tirar el condón. Al principio todo esto tenía su razón de ser: si no podías matarte a ti, por lo menos matas a los demás. Después fue la inercia de la adrenalina, la rabia. Ellos, sus cosas, te recuerdan a lo que un día fuiste.

Los rayos de sol, perezosos, van inundando la habitación a través de las rendijas de la persiana. Hacen sombras en la pared; el gotelé. El dichoso gotelé. ¿Cuánto tiempo hace que lo ibas a quitar para poner papel estampado? Un color tierra, un beis bonito, neutro, que quedara de revista con los muebles restaurados.

Aturdido abres los ojos, algo, como finos hilos suaves y negros, te impide ver el techo. Te llevas la mano a la cara y encuentras su pelo. Huele a champú, huele bien, pero huele a ella. Molesto, lo apartas y te das la vuelta.

Abres y cierras, abres y cierras. Dice el reloj que son las diez y media. Ves tu reflejo en su pantallita; qué bien me queda la barba así, estoy divino, irresistible. Vuelves a cambiar de posición, una y otra vez, hasta que finalmente te incorporas y te masajeas la sien. Poco a poco, tus pupilas se han ido contrayendo, adaptándose a la luz.

Entonces empiezas a recordar. Otra vez. Tanto esos sueños como sus correspondientes erecciones no son nada nuevo. Y el de esta noche lo entiendes, el pelo, el olor,… no deja de ser extraño, sin embargo. La parte invariable no necesita interpretación. Intentas pensar en otra cosa, que baje ya, que baje antes de que se despierte.

¡Buenos días! Ella te abraza por detrás y te besa el cuello: Feliz aniversario, cariño. Debería matarla, piensas, ha dejado su olor en mi cama. Eh, ¿qué te pasa?, pregunta al ver que no contestas. Reaccionas:

No, nada, las pesadillas, dices. Los sueños, piensas.