“El color de la noche” Madelon Sarietako 2. gazteen saria

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EL COLOR DE LA NOCHE

A pesar de que las horas van más allá de la madrugada, Sandra no ha vuelto a quedarse dormida, una y otra vez lo ha intentado. Primero cerró los ojos y se acomodó sobre el lado habitual dejándose ganar por la inercia. Nada. Alternó en cada costado, dio vueltas, se impacientó, pero no tuvo cómo superar el fastidioso desvelo. Yamila, con la sábana que la cubre desde la cabeza, apenas le prestó un poco de atención cuando se hizo la oscuridad en el dormitorio‚ el gusto por la almohada pudo más y ahora pudiera dormir en medio de un bombardeo. Quién como Sandra para saberlo: tres cursos literas de por medio, le advierten que el insomnio va a ser un irremediable viaje en solitario, aburrido, sin susurros ni risitas hasta que el sueño logre someterla.

Cuando pequeña su madre le había enseñado que contar ovejas ayuda a conciliar el sueño, pero luego de crecer, jamás consiguió que más de dos carneros brincaran la cerca hacia la parte que imponía a los mansos corderitos, incluso, los más atrevidos preferían escapar a su suerte. Contrariada, a veces no sabía si aquella desobediencia era parte del ensueño o consecuencia de la fatiga de su imaginación. Por momentos todo anuncia que Sandra se adormece, mas la pesadilla de inmediato vuelve: ella desanda insegura el borde de un alero de la escuela‚ un alero demasiado estrecho. Peligroso. Sandra se tambalea, no puede vencer la falta de equilibrio, un traspié hace que su cuerpo se precipite al vacío mientras desciende, desciende por un laberinto sin asideros que puedan salvarla. Un laberinto oscuro e interminable como la madriguera de una liebre. El pánico la domina. Se ahoga acorralada bajo tierra. Un golpe brusco la devuelve a la objetividad, está sudorosa y del susto hasta le parece haber gritado y aprieta los párpados para ahuyentar la angustia del caos alucinante. Respira oprimiéndose el pecho, no obstante la cercanía del abismo y el sobresalto, a su alrededor reina la quietud: está a salvo. Ha salido de la oscura inconsciencia, ha logrado zafarse ilesa, del otro lado queda la pesadilla. Para Yamila la noche continúa yéndose apacible. Sandra prueba a rememorar cosas agradables con las que ha soñado y tampoco funciona, tendrá que esperar el amanecer de una noche que augura una aplastante lentitud. Y entonces recuerda el nitrazepan que, por si acaso, guarda en el closet. Necesita dormir. La sensación de irrealidad le mantiene sujeta a la cama. Piensa que si estuviera en su casa bastaría encender la luz, tomar agua bien fría y buscar qué comer procurando hacer ruidos. No importa que los demás se despierten, qué protesten, ella solo quiere estar segura que ahí están ellos acompañándola. Pero sin otra alternativa Sandra decide llegar hasta su ropero. Al principio, y sin lograr vencer la impresión del desvarío, cree estar equivocada y escudriña entre las sombras: la silueta cobra movimiento. ¿Otra desvelada? ¿Alguna sin poder reprimir los deseos de orinar? La quietud del dormitorio sólo queda rota por el compás de los ronquidos. Todo el aire está lleno de los olores de las adolescentes. Quizás no fueron los últimos aquellos varones que vio salir luego de despedirse de sus novias, quizás, porque a estas horas ya nadie se acuerda de reglamentos y después de apagadas las luces y de que a las más serias las envuelve la tranquilidad, cualquiera que no sepa aguantar la picazón, sigilosa abre la puerta y el Romeo, audaz y sin pensarlo mucho, entra para que los dos se quiten la calentura. Aunque, coño, las que meten los machos aquí dentro saben que luego de largarse tienen que dejar bien cerrado… ¿Y si es un mira huecos? ¿O un ladrón…?, reflexiona temerosa. La madre le ha contado que en sus tiempos de colegio las mandaban al pupilaje de las monjas y allí sí que no había casualidades: padrenuestros, catecismos, avemarías y piernas cerradas, pero son otros momentos y en estas escuelas no hay quien crea en Dios ni en nadie. Sandra sin lograr definir los detalles se detiene y entonces los ojos se le agrandan, su respiración se anuda, no puede creer lo que ve: Betty duerme segura de su propio sueño; un sueño donde no cabe más dulzura por la apariencia de su rostro hermoso. Su mano descansa sobre la almohada junto al pelo revuelto. Sus muslos descuidadamente separados se tienden provocadores. Uno de sus senos ha logrado rebasar las fronteras de la blusita corta y el pezón queda como un capullo asomando por el escote. Marlén no se percata de la presencia de Sandra, no ha podido verla porque sus ojos se le cierran de goce, delirio absoluto, infinito. Sin saberlo Betty muestra los encantos de su cuerpo y la mano hábil sobrepasa el peligro, piel sobre piel, con precaución. Son suyos los pezones indefensos, el hoyuelo del ombligo, la planicie del vientre. Un chorcito desahogado, casi un pedacito de tela, cómodo para esos dedos expertos, sinuosos, que separan, buscan, hasta acariciar con suavidad la porción de sexo puesta al descubierto. Marlén, enardecida, se humedece con la lengua la punta de los dedos y ansiosa se frota el clítoris. Un estremecimiento le recorre a Sandra todo el cuerpo. Se eriza. Tiembla. Marlén se agita, se contrae en un espasmo, suspira jadeante, hasta quedar satisfecha mordiéndose los labios y sin volver a la realidad. Betty, ajena, sumida en la intimidad de otra fantasía, sueña confiada. Sandra siente miedo, un miedo atroz que va más allá de una decisión. No sabe si gritar, si llamarla: ¡Betty! ¡Betty…! Teme por el tremendo alboroto que pudiera armarse en plena madrugada. ¿Y si a la otra, viéndose descubierta, le diera por cambiar los papeles?

Ella que para colmo de males ni siquiera tiene novio y ni le preocupa, porque no es bonita, porque le gusta andar sola y según comentan, es una pesada y entonces todo quedaría mucho más confuso.

Ella que no sabe lo que es apretujarse con un varón contra las esquinas de los balcones.

Ella que no es guapetona como Marlén.

La cama es un refugio adonde todavía turbada huye a esconder su espanto. Ay, Betty… Se encoge con el temblor de una niña asustadiza. ¿Las pastillas…?, de eso nada, de aquí no hay quien la haga bajarse. El desenfreno de Marlén no se le borra de los ojos ni de la mente. No tiene la certeza de que el tiempo transcurrirá hasta el otro día y la noche puede durar, durar mucho más que cualquier otra, por fin, luego de un rato, sus párpados se van entornando, entornando…. Desordenadas, las sombras retornan amontonándose en el techo que se balancea amenazador sobre su cabeza. Nerviosa trata de erguirse sin resultado, a lo lejos otra vez, vacilante, bordea la estrechez del alero, abajo todos los alumnos aplauden rodeados por la continuidad del vacío. Marlén, burlona, la invita a desafiar la amenaza que la separa del abismo. Betty, indefensa, llora en medio de los demás. Sandra quiere abrir los ojos, la pesadez de un bostezo seguirá al otro, hasta que extenuada vuelve a quedar dormida. Finalmente, fuera, lento despunta el amanecer. Un aire tibio merodea en la hierba, los rayos del sol van descubriendo el verde intenso de los plantíos de cítricos que rodean la escuela. El dormitorio se estremece bajo la algarabía de los muchachos, la música de la radio base y el aviso presuroso del timbre. Comienza un nuevo día.

Ha transcurrido más de una semana y Sandra ha evitado las coincidencias con Betty y con Marlén, huidiza prefiere no correr el riesgo de recordar las andanzas nocturnas y mirarles confusa a la cara. Lo ha logrado escogiendo la hora del baño, esperando, no obstante el hambre que la mortifica, el momento propicio para entrar al comedor. Por suerte tampoco son compañeras de aula pero sigue alerta, aunque salvo en las noches, Marlén apenas parece concederle importancia a Betty, ni la mira del mismo modo que en las noches al darse el gustazo. En el último pase coincidieron en el ómnibus porque hubo que completarlo con estudiantes de otras rutas, mas cada una cumplió su viaje en asientos lejanos. Ignorándose. Nada de un gesto de ojos, asomo de culpas ni conversaciones sospechosas. Todavía no sabe si lo mejor fue cerrar la boca, casi se lo cuenta a la profesora de Química: decírselo todo a Clarita y sentirse menos culpable, sin embargo desechó la idea. No puede olvidar la felicidad de Betty en las visitas de los miércoles cuando ella y el novio se la pasan embelesados. También recuerda el rostro afable y prudente de la madre de Marlén, e indecisa volvió a guardarse el secreto.

Ahora le cuesta quedarse dormida‚ las noches son diferentes, calurosas. Nada tan insoportable como una noche sin sueño. Sandra se siente culpable, involucrada y esta complicidad le impide asumir con indiferencia lo que está sucediendo: Betty es servicial, de las mejores, sin embargo sigue siendo víctima de una mano hábil que se entromete en sus sueños. Quizá esto ya pudo haberle ocurrido a otras. ¿A Yamila que duerme como un tronco? ¿A Susana: bonita y de lo más sexy? ¿A ella…? La proximidad la aturde, inquieta deja de mirar la blancura del techo, no resiste la curiosidad, sus manos dejan de aferrarse a la colchoneta y con cuidado baja de la cama. Es un absurdo, piensa, que a esa hora ande caminando sin zapatos por el dormitorio. Se mira y no se reconoce. ¿Qué carajo hace vigilando a una que le gusta toquetear a otra si, a la hora de la hora, le faltará el valor para descubrirla ante todos? Una vez más, Sandra, prisionera de lo que al parecer se torna inacabable, se arrepiente de no confesar a alguien lo que ocurre. Una vez más, incapaz, atrapada por otra noche, elude el llamado de la razón.

Sandra está sentada en un banco, detrás quedan el mástil con la bandera, un busto patriótico y la plataforma que sirve para los actos en la plazoleta de la escuela. Recapacita, se da cuenta que no conseguirá dar la espalda. Si no se hubiera levantado aquella noche… Y ahora Marlén en un pacto tácito de apropiación no le deja alternativa. Sandra casi ya no depende de su seguridad y la otra ha comenzado a controlar sus actos.

Pero está decidida a enfrentar a la otra, a no continuar obedeciendo: No voy a seguir jugando tu juego, no quiero despertar cada día sintiéndome culpable de no ser yo misma, si no dejas en paz a Betty, todos van a saber que te aprovechas de su confiado reposo, ¿no te da vergüenza, Marlén?

Hoy es miércoles y aún no la descubre entre la nube de uniformes azules que pueblan el patio, ni en las aulas ni en los lugares más tranquilos de la escuela donde, después de terminadas las clases, Marlén se refugia a leer. Sandra nada pregunta, no vacila, nada más la busca porque solo serán ellas dos. En uno de los pasillos escucha la noticia repentina. Por fin la familia de Marlén encontró la casa que buscaban, irse a vivir para La Habana, eso sí es vida. Sandra también se alegra, qué alivio. Ahora no tendrá que vérselas con esa tipa. Descarada. En otra escuela, lejos, borrada, menos mal… De repente, del modo más simple e inesperado, todo cambia. Respira.

Sandra va camino del baño, ya casi todas han bajado y mientras esperan el turno para el comedor muchas bailotean con los varones al compás de la música de los altavoces. El destino insospechado de la presencia de Marlén ha venido en su ayuda para que recobre la confianza que pareciera perdida.

Por primera vez, después de tantos días, advierte que ha recobrado la calma. El sonido del agua en las duchas le anima. Para sorpresa de Sandra, Betty está allí metida bajo el agua. El panel de mármol que las separa les permite verse a medias. Están cerca. Betty juguetea sumergiendo sus pezones puntiagudos en el líquido que logra retener entre los dedos. El pelo mojado chorrea sobre su rostro. Mira a Sandra y sonríe. Se da vuelta recreando el esplendor cobrizo de su silueta. Sus manos ayudan a que el agua se deslice por todo su cuerpo. Sandra siente un escozor vibrante cuando sus ojos se cruzan, pero disimula. Están solas. Los sueños son involuntarios, piensa, y la busca en sus delirios. Ahora comprende que esa agitación poderosa de vértigo y de estímulos, sensaciones nuevas, reveladoras, que confusas le asaltan, no es otra cosa que el forcejeo contra sus propios instintos. Es por eso que no ha dejado de imaginarla así: enteramente desnuda y de sólo suponer la intimidad más leve aumenta su apetito por el cuerpo de Betty. Excitada cierra los ojos, aprieta las piernas, la noche llegará. La otra continúa deleitándose apacible, sensual, incitante… Sandra dominada por la fascinación, contempla en secreto la infinitud de vellitos negrísimos, lacios y aterciopelados hilos que bajan entre los senos endurecidos y se pierden con suavidad a la altura del ombligo. Y sus ojos se complacen al adueñarse a plenitud del sexo, al descubrir la sonrisita velada de esta muchacha que prefiere no confinar al recato ni el mínimo detalle de su hermosura. Betty, como si emergiera de una fuente, se transforma en el mágico sueño que tantas noches sorprendiera a Sandra en medio de las penumbras, aguijoneándola hasta precipitarla, locamente urgida por los deseos, a satisfacerse a solas, en aquel deleite que se fue convirtiendo en riesgo inevitable, consolador, preferido, pero reservado solo para el placer de su clítoris palpitante y de sus dedos que, como otras veces, más allá de su control, comprueba ahora tibiamente mojados, dulzones, viscosos…

 

Pseudónimo: D’Secreto.